Decidió
esperarme desnuda. Habíamos quedado en encontrarnos en la montaña,
en la parte más alta, para tener al cielo por testigo de nuestra
desnudez. Hacíamos el amor con frecuencia, entre sábanas o sin
ellas, en una mesa de cocina o en el asiento del coche. Pero nunca la
habíamos hecho bajo el cielo.
Ella
se adelantó y llegó primera. Se desvistió, dobló cuidadosamente
las prendas y las puso en la piedra del costado. Hasta el calzado se
sacó. Miró que la piedra elegida estuviese limpia y se sentó
mirando hacia el grupo de casas y el camino.
Disfrutó
de la brisa, de ocasionales ráfagas frescas. El aire de primavera
era agradable aún en la montaña y por primera vez sentía la piel
estremecida de picardía. Su cuerpo, bello, sensual y joven, daba luz
de caramelo al lugar. Bajo la espalda, el tatuaje que solamente yo
conocía. Solía esconderlo bajo la ropa pero en las noches de amor
yo lo descubría para placer de mis ojos.
Desde
allí miraba las casas y el camino. Esperaba. Ansiosa. Calculando a
cada instante que se había apresurado en desvestirse, que apenas se
acercara el automóvil tendría tiempo de quitarse todo. Pero ya
estaba desnuda, mejor seguir así.
Lo
que no tuvo en cuenta fue que esa tarde yo vendría por el otro
camino, el del alto. Dejé el coche estacionado en un recodo y caminé
con sigilo intentando sorprenderla. Me acerqué, casi hasta su lado,
y di un grito. Saltó asustada, perdió el equilibrio y cayó rodando
entre las piedras sin que me diera tiempo a sostenerla.
Ahora,
en la cama del hospital, los moretones negros y azules tapan el
tatuaje.
N.
de R.: Desconozco el autor de la fotografía, parece que fue
denunciada en Facebook.
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