La chica era guionista, bueno,
debería haber sido, porque sabía mucho de escribir para los audiovisuales: el
qué, el cómo, el cuándo. Por eso se llenaba de alegría cada vez que algo que
llegaba a su buzón tenía que ver con el guión, los guiones, los guionistas.
Y ese día, día agitado y no
distinto de los demás, llegó una carta de la SGAE, la Sociedad General de
Autores y Editores de España. Al menos el sobre así lo decía, con colores,
logotipo y dirección de la sede central ¿Quién y porqué le escribía?
La apertura del sobre tenía, como
en esos casos, una cuota de emoción, por lo inesperado, por lo oportuno... En
realidad, era inoportuno, ya que el día apenas si dejaba tiempo para abrir un
sobre; pero sí lo era si pensamos en una pausa distinta para un día igual a
otros. Esa es la emoción.
La carta era breve, y hasta un
poco formal, pero cálida. Imposible leerla si al desplegarla se cae una foto en
blanco y negro con la imagen de una joven mujer. Lo que atrae más en ese
momento es la curiosidad por la fotografía. Y la chica la miró con mucho
interés, entendiendo, o tratando de entender. Ángela Molina estaba allí,
enigmática y feliz, sonriente y un poco melancólica. La joven actriz apoyaba su
cuerpo en un árbol en un descanso de un rodaje.
Y luego la carta, para continuar
las emociones. Carta simple, simpática, para iluminar el rostro del lector. El
firmante se desprendía, con esas palabras, de un tesoro para él incalculable,
una foto única y desconocida. Desde su sillón de la SGAE, el autor se
desprendía de esa imagen con la esperanza de que la lectora pudiese conocer e
incorporar, a sus propios tesoros, una fotografía de Ángela Molina que él
guardaba con mucho cariño.
El autor, con esa sencillez,
participaba y creaba una simple pero nueva emoción. Como buen guionista que era,
escribía y despertaba sensaciones. Oficio del guión. Firmaba la carta José Luis
Borau.
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