La
visita a Cinecittá, en Roma, no era una visita más. Era un paseo
por los recuerdos, una entrada al paraíso donde habita la felicidad.
Cineccitá es Roma y Roma es Cinecittá, como decía el gran Federico
Fellini.
Pasar
por los mismos espacios donde se rodó “Intervista” implica
entrar en el mismo mundo que refleja la película. Y como no puede
ser de otra manera, toda la magia de Fellini entra en la piel con
cada sonido, con cada imagen, con cada utilería. La música del
filme “8 y medio” llama desde la oscuridad de una sala para
recordarme que estoy en un mundo de cine y cine.
Muy
cerca, una exposición de cámaras de cine de todas las épocas
invita a entrar a un espacio que recorre el “cómo hacer una
película”; es decir, un recorrido por los distintos oficios del
cine con anécdotas y recuerdos de diferentes filmes. Demoré más de
la cuenta, deteniéndome en varios detalles que los pocos visitantes
pasaban de largo. Hasta que llegó ruidosa una comitiva de jóvenes
que había elegido ese lugar como paseo educativo. Tal vez una
escuela de artes. No tenían nada en particular, salvo pasar rápido
para ir a tirarse a tomar sol en el césped de “Intervista”.
Pero una de esas jóvenes se detuvo en lo que miraba y siguió a mi ritmo. Me miraba mirar y me sonreía. Se detenía a mi lado y sonreía. Bella como una princesa de cuento, jóven como una mariposa. Sólo sabía sonreír. Y mirar con atención, como descubriendo lo que yo descubría.
¿Quién
era? ¿estaba con los demás o era una aparición? El grupo se fue
alejando y sus murmullos se escaparon. Ella seguía cerca, ahora
mezclaba su sonrisa con una atención extraña sobre algún detalle
de vestuario, de sonido. Y fue la única que entró y miró con
atención todo lo concerniente al guión. De la misma forma que
apareció, se desvaneció. Hasta extrañé su compañía y necesitaba
su sonrisa para seguir mirando. De lejos pude ver que se acercó al
grupo de adolescente pero se sentó callada muy lejos de las bromas
del grupo.
De
pronto recordé de dónde la conocía. Era sólo una imagen, aquella
que el productor de Federico Fellini le reclamó cuando leyó un
guión con un final trágico “¿Cómo? ¿así termina? ¿no hay una
luz de esperanza? Dame un rayo de sol, por lo menos”.
Revisé
“La dolce vita” y faltaba la escena final, aquella donde una
jovencita intentaba convencer a Marcello Mastroiani que podía haber
alguna esperanza. El rayo de sol. Ella se había salido del filme y
se instaló a mi lado para acompañarme en el recorrido. Después se
vino conmigo en el metro hasta el centro. Al bajar la perdí entre la
multitud de la estación.
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