
Así
fue como un día cambió las costumbres y entró en un bar. Un bar
con una decoración agradable, vistosa, sin televisores ni música
fuerte. Buscó la mesa más alejada y cuando pidió el café le
explicó al mozo que venía a conversar y que se quedaría mucho
tiempo, lo suficiente para escuchar y charlar con quién quisiera.
Ese
mismo día el destino le trajo una sorpresa: una de las empleadas
llegó con un problema sentimental y el mozo le señaló la mesa. Y
conversó. Y la chica se calmó. Así fue pasando de simple
parroquiano del bar a conversador, primero con empleados del bar y
luego con otras mesas y gente que poco a poco se iba enterando que
alguien allí les escuchaba, les comentaba algo, les cambiaba de tema
o les explicaba la razón de la existencia.
Al
bar le convenía, cada vez había más gente en las mesas a la espera
de un minuto libre del conversador. Le ofrecieron café libre y hasta
almuerzo y cena con tal de tenerlo sentado allí por muchas horas.
Hasta le ofrecieron un sueldo mínimo del gremio. Ya no necesitaba
otro trabajo ni tenía tiempo para otra tarea. Todos felices.
Se
formaba cola en la vereda a la espera de una mesa vacía en el bar.
En una oportunidad llegaron a cortar la calle y la municipalidad tuvo
que organizar el tránsito, se sacaron del lugar las paradas de los
ómnibus que coincidía con las cercanías del bar. Algún consejal
pretendió reglamentar el funcionamiento de los conversadores por si
acaso en la ciudad se volvía una costumbre.
Una
vez, llegó una hermosa joven que no tenía ningún problema,
solamente quería conocer al conversador. Cuando se sentó después
de horas de espera se sintió atraída por él. Y el conversador se
quedó mudo, se enamoró a primera vista y nunca más se supo de él.
Con
el tiempo, un documentalista los encontró felices viviendo en una
sencilla y cálida casa en las montañas. No trabajaban, solamente
conversaban y cosechaban de la huerta. Y sus hijos también
conversaban en lugar de jugar.
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